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En esta sección les ofreceré mis mejores escritos.

01 EL AMOR A MI MADRE

ECLIPSE DE VERANO Dedicado a mi madre

 

El acerbísimo dolor y el demoledor desgarro por la pérdida de mi padre no fueron quebrantos estériles, desconsuelos yermos de esperanza como el alarido desahuciado de un condenado. No fueron irremisiblemente sepultados en terruños baldíos, tuvieron un sentido vital y esencial en mi existir. Afianzaron hondas raíces en mí y se asentaron en la fértil heredad del horizonte de mi vida. El suave susurro de la gracia trasformó mansamente, pero como un vendaval, el árido pedernal de mi corazón, calcinando zarzales y abrojos, incinerando las malas hierbas de la rebeldía, la más deletérea ponzoña para la salud del alma. Esta llama de amor viva fue sementera de un sentido homenaje hacia su persona. Tuvo el sentimiento y pasión del flamenco más genuino, del cante hondo más conmovedor, zapateado con furia en el tablao incandescente de mi corazón.

 

Las musas me arrebataron la razón y me insinuaron como palenque de inspiración las inmortales coplas manriqueñas, de pie quebrado, como mi alma desvencijada. Fecundó en mi afligido corazón mi más noble escrito, preñado de amor hacia él, una trágica oda resquebrajada de cariño, descuartizada de ternura filial. Discurso rapsódico, bello y aseado, desnudo y sincero, pudorosa exhibición de mis más íntimos sentimientos, libro de cabecera y verdadero referente en mi vida. Si la pérdida de mi padre marcó mi vida, esparciendo tras su estela los restos de un naufragio irreparable, la de mi madre, acaecida años atrás, tuvo una resonancia y repercusión de calibre similar, pues siempre los quise religiosamente por igual. Es de justicia, ahora, vaciar lo que queda de mi alma en brindarle un homenaje análogo.

 

Mi madre nos dejó para siempre cuando el ábaco de mi vida recreaba la duodécima primavera, en los postreros balbuceos de la tierna puericia, en la cándida preadolescencia, en la tímida irrupción de la mocedad, cuando ascendía temeroso en corta taleguilla los primeros escalones del vertiginoso tobogán de la vida. Desde su adiós ya se han deslizado tres décadas por el túnel del tiempo. Su vida y su muerte me parece más lejana que nunca. Como si perteneciera a una época remota, a una áurea etapa gloriosa, pero pasada y extinta que se difumina sin retorno en las neblinosas galerías de la memoria.…y sin embargo misteriosamente su recuerdo, profundo y virginal, permanece siempre perenne en un ahora perpetuo e inspira cada latido de mis pasos. Nunca la olvidaré. Nunca la podré olvidar, jamás y por siempre jamás, aunque en la edad provecta pierda el uso de la razón, como hiciera el caballero de la triste figura.

 

Tengo una misteriosa sensación. Pareciera que desde que mi madre se fue han pasado trescientos años. Evocándola soy como el frailecillo de Leire, que permaneció en el bosque aledaño al Cister tres centurias, extasiado por la soledad sonora del canto de un pajarillo…Pareciera que el frenético devenir de la existencia se ha detenido. En cierta manera, casi treinta años después, no he despertado del todo de ese mal sueño. No puedo escapar de la agónica y pesadísima pesadilla de la más atroz hechicera: la muerte, que en turbador latrocinio nos despojó para siempre del alma mater del hogar.

 

El día que murió mi madre, se apagó para siempre la sonrisa de mi niñez. Una niñez que nunca he podido rescatar. Mi infancia, la única patria del poeta, murió con ella. Se extinguió para siempre, cayó en un vacío sin retorno, en el agujero negro de lo irrecuperable. Dejé de ser niño sin ella.

Pero dejemos de navegar en las procelosas aguas de la melancolía, en el mare tenebrosumdel dolor y la nostalgia y arribemos unos momentos en el puerto de los gratos recuerdos, en ese jardín versallesco secreto y maravilloso, de luz y armonía, que nadie nos puede privar la entrada.

Ella siempre rebosaba alegría, vitalidad y buen ánimo con generosa prodigalidad. Irradiaba un optimismo superlativo, que dejaba a su paso una enigmática aura benéfica, era la reina Midas de la felicidad.

 

Mi madre tenía un carácter suavísimo como la piel aterciopelada del alado unicornio, esponjoso como los tiernos lomos de Platero. Era dulce cuál exquisito elixir, almíbar seráfico, néctar del olimpo y meliflua ambrosía. Más selecta que lengua de ruiseñor, que las más delicadas huevas de caviar, que el más oneroso vino de Burdeos, acariciado en nobilísima barrica de roble montañés. Bella como adolescente diva mediterránea, perfumada con pétalos del Edén.

 

Y a la sazón, si esto tiene cabida en criatura mortal, atesoraba la firmeza de carácter del más bizarro guerrero. Tenía una intachable rectitud moral que haría palidecer de escrúpulos a Sir Thomas Moro. Fina y elegante, de estirpe principesca, de alcurnia imperial, digna del más maravilloso cuento de hadas, jamás escrito, merecedora de pasear majestuosa en el más precioso carruaje del museo de Lisboa.

 

El alma de mi madre era sencilla, noble, sin duplicidad, de una pieza, cristalina, de cristal de Bohemia, diamantina, límpida…Era bella…Su mirada era pura, transparente, como el agua de manantial, su sonrisa amplia y lumínica como el más intenso arcoiris tras el diluvio. Su vitalidad un arroyo torrencial que desciende incontenible de las cumbres.

 

Sólo puedo albergar en lo más profundo de mi ser, en lo más genuinamente mío, excelentes recuerdos de ella…No recuerdo un pero que achacarle, el más imperceptible borrón en el rutilante libro de su vida. Esta misma idea la ratificó mi padre. Cuando le pregunté si en las bellas páginas del álbum de su vida desplegó algún defecto me aseguró con firmeza que ninguno. Le volví a preguntar. Fue tal la seriedad y gravedad con la que volvió a decir: ninguno …que no me atreví a preguntar más…Estará deformado por los cóncavos espejos del cosmos subjetivo o idealizada hasta el extremo, o tal vez fue una santa, como me inclino a pensar. Santa corriente en su exquisitez, en medio del mundo sin ser del mundo. Fue una obra maestra de la gracia. Si mil vidas tuviera sería blasfemia pedir otra madre, un imperdonable pecado contra el Espíritu Santo que la moldeó con su amor y con gratuidad me la donó.

 

Con ella me sentía protegido, seguro, dichoso. Con ella fui feliz…Ella fue el broche de oro de mi infancia, su razón de ser, el despertar a la vida, la razón de amar la vida.

 

Fueron tan sólo doce años desde la cuna hasta la edad puberta. Su paso por mi vida fue rico, sazonado, y pleno…y efímero a la vez…Mi madre era deliciosa y elegante como un cuento de Oscar Wilde. Su muerte fue tan inconsolable como el final del príncipe Feliz, la golondrina muerta, la heroica calandria, aterida y desencajada al pie de la estatua desnuda.

Recuerdo que en el fatídico Junio de 1985 mi madre nos informó de la amenazadora presencia de un abultado bulto en la zona inguinal, que resultó ser un tumor maligno, de una virulencia fulminante.

 

Cuando le diagnosticaron la enfermedad abrazada a una galopante metástasis, la inapelable sentencia de muerte, fue terrorífico. Mi padre lo quiso ocultar, a mí y a mi hermana, pero percibimos que una lóbrega amenaza pendía del horizonte, como espada de Damocles inmisericorde. Éramos chiquillos, pero avistábamos una angustia infinita en la mirada de los adultos, una gravedad cavernosa en las tonalidades de voz, la sinfonía de la muerte chirriando como en el más tenebroso relato de Poe. Nuestro hogar se tambaleó y tras ese perturbador movimiento sísmico reinó el espanto, todo se tiñó de desasosiego y en su ausencia las paredes se vistieron de tristeza.

 

Ni siquiera tenía entonces el consuelo de la fe. Era un niño con fe pueril, simple, con la fe del carbonero. Una fe vaga, etérea, inconsistente, que no podía dar respuestas sólidas ante el desgarrador misterio de la muerte. El cielo era una idea muy lejana, como una ridícula fábula infantil que nos costaba creer…Pero ella creía, tenía una fe recia, firme, madura y sorbió el acíbar de su yugo con entereza hasta las heces.

 

Un simple bulto, malévolo, pérfido, cambió bruscamente nuestras vidas, las pulverizó. Se encendieron en mi vida familiar, hasta ahora dichosa, todas las luces de alarma…Luces de máxima intensidad que abrasaban las pupilas, con un sonido desgarrador, como el amenazador aullido de sirena cuando se fuga un preso de un campo de concentración o la perturbadora estridencia de la alarma que presagia un inminente bombardeo.

Toda la paz, placidez, alegría, se hizo añicos, se rasgó de cuajo, cual velo del templo ante la expiración de Cristo…..Se derrumbó como una torre gemela. El desbocado avión del cáncer se estrelló trágicamente en nuestras vidas. Nos derrumbamos por completo ante el integrismo de su enfermedad.

 

Fue una carcoma fulminante, que en poco más de un año le arrancó la vida a pedazos, cuando no había llegado a sus cuarenta abriles. La vida es un soplo de hielo que va marchitando flores. Una flor de mayo, germinada el día de Santa Rita, ajándose sin remedio. La gran vitalidad de mi madre fue un juguete roto, devorado, por enloquecido pit bull, por las sanguinarias dentelladas de la enfermedad más atroz.

 

Su sufrimiento se revistió de Gólgota, con el alba de la pasión, la casulla del Calvario y la estola de la cruz. Cuando ella estaba peor, me privaban de verla por no acrecentar el dolor. Se grabó en mi retina y en mi alma, cual tatuaje de la Legión, la última vez que la vi. Fue una postal goyesca, dantesca más bien, que jamás olvidaré. Si el mismo Cristo se entristeció ante la muerte de Lázaro, puedo decir que la mirada de mi madre aquella tarde tenía una tristeza infinita. Era consciente de que se iba y de que no nos volvería a ver. Fue un hasta siempre, un hasta el cielo. Pienso en una gallina indefensa y rendida, despojada de sus polluelos en la misma puerta del matadero.

 

El tórrido verano del 86 se extinguía al igual que mi madre. El sol de su vida se oscurecía cada vez más hasta que su existencia terrena quedó en total penumbra. Por fin rompió la tela de este dulce encuentro. El sol de mi madre se eclipsó para siempre en esta tierra, en pleno ocaso veraniego, con él moría una parte de nosotros. Su alma voló al cielo. La tierra quedó cenicienta y mustia, destartalada, un tristísimo duelo en un grisáceo día otoñal salpicado con los angélicos sollozos. La tenue e incesante lluvia fue la banda sonora, el telón de fondo del más melancólico día.

 

Al adentrarnos en la postrimerías del relato volvamos a extraer de las cenizas del dolor, brasas de fe y rescoldos de esperanza para insuflar un mensaje de caridad a todos los que lean el escrito, un mensaje de vida eterna. La muerte no es final del camino y sin caer en presunción, confío firmemente, por la misericordia de Dios, estar con mi madre algún día en el cielo. El cielo es nuestra patria, a ella estamos llamados. Pero la espera se prolonga por eternidad, de eternidades. Ella me da fuerzas para vivir sin ella.

 

Se fue joven y valiente, mirando a la muerte de cara, muriendo santamente, arropada por el sacrosanto manto de la Virgen del Pilar. Partió aceptando su enfermedad y ofreciendo su vida a Dios. Se fue dejando un hogar roto, que ya nunca se pudo recomponer. Intuyo que ya está en el cielo y desde allí, como fiel émula de la Virgen, cuida nuestros pasos. Tuve una madre excelente, un regalo del cielo preparado desde toda la eternidad. Era demasiado buena para estar demasiado tiempo en la tierra. Su alma era del cielo. Pasó cuarenta años por este valle lacrimoso, como el pueblo elegido en el desierto, tiempo suficiente de destierro y de cumplir su misión con matrícula cum laude, antes de gozar de Dios para siempre.

 

02 COPLAS A LA MUERTE DE MI PADRE

Recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte contemplando cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan callando, cuán presto se va el placer… Nuestras vidas son ríos que van a dar a la mar. Este mundo es camino para el otro, morada sin pesar; cumple tener buen tino para andar esta jornada sin errar… 

 

Viernes 11 de abril. Sobre la ciudad condal se ciernen nubarrones de azabache. Los plomizos  celajes amenazan la destemplada tarde primaveril. Atrincherado en mi sobria oficina, inmerso en la vorágine cotidiana, concentrado ante el deber…una tarde más…aparentemente… ¡Cuán lejos estaba de saber que en unos segundos iba a cambiar mi vida!

 

De repente el silencio monacal es invadido por la familiar estridencia del teléfono. Respondo presto…La voz de María Antonia ostenta una seriedad inquietante: Su tío quiere hablarle urgente…Un escalofrío invade todo mí ser…reacciono en milésimas…pienso en mi abuelita, muy anciana y delicada de salud…intuyo la crónica de una muerte anunciada…Mi tío taladra mis tímpanos con su habitual énfasis: Javier, malas noticias. Lo siento pero te lo tengo que decir: tu padre acaba de morir de un infarto.

 

La más acerba angustia tomó posesión de todo mí ser hasta su más íntima fibra. Resonó en mi corazón el péndulo del desgarro supremo. La más tenebrosa tristeza subyugó mi alma, la melancolía más espantosa me estranguló con el efluvio de la muerte. Fue el cenit del sufrimiento, la suma congoja. Se suspendió el tiempo, se recrudeció la aflicción, mi corazón se rompía en una agonía sin fin, sin atisbo de consuelo. La muerte de mi progenitor desfiló en mi retina como el más cruento caleidoscopio del dolor. El abatimiento traspasó el umbral del sufrimiento.

 

Ayer había departido con él, recordé vivamente su tierna despedida bañada en el amoroso timbre de su voz: -Javierico cuídate mucho…te llamaré como siempre el próximo jueves a las 10, 15. (Siempre fue fiel a su cita dejando en ridículo al más preciso reloj helvético)

 

En un viaje vertiginoso por el túnel de la memoria recordé a velocidad de la luz coloristas pinceladas de su deliciosa conversación…me dijo que cuidase mi salud, que cuando iba a “hablar” en la radio y que si además del correo tenía un blog…le respondí con dulzura y amor…Si por un imposible hubiese sabido que en poco más de 24 horas iba a abandonar este valle lacrimoso, hubiese tomado desesperado el primer avión a Zaragoza y una vez allí me lo habría comido a besos y abrazos diciéndole trillones de veces que lo quería con locura. Pero nadie sabe el día ni la hora y el ladrón de la muerte ya aguardaba agazapado la hora decretada por Dios. Velaba armas afilando la guadaña al compás de la más tétrica sinfonía.

 

Ahora ya era tarde. Demuestra Santo Tomás en la Summa que ni siquiera Dios puede hacer que lo pasado no haya sido. El tiempo pretérito, como oscura golondrina, jamás volverá. Me hallaba tiritando aterido ante el mayor jarro de agua fría de mi vida. Como hombre de fe, que confía ciegamente en la eterna misericordia de Dios, imploré cuál buen ladrón a Jesús y a María que le abriesen de par en par las puertas del paraíso. Llamé a mi director espiritual y pedí una Santa Misa por él. En ese momento crítico el mejor consuelo sólo podía venir de un hombre de Dios, de un ministro del Altísimo.

 

La tarde se me hizo eterna, el intensísimo dolor intentó en vano escapar por la vía de la ansiedad y el pasadizo de la evasión…todo inútil…El tsunami de la tristeza arrasó la playa de mi corazón.

 

Mis mejores amigos de aquí no se despegaron de mí…sus efusivas muestras de afecto anestesiaron por momentos el desquiciante dolor. Esa noche me fue imposible conciliar el sueño…las manecillas del reloj avanzaban a cámara lenta…Sólo el rezo del Santo Rosario me devolvió una paz que el mundo no puede dar.

 

Tras superar mi noche de pasión un tímido y bisoño nuevo día se desperezó en lontananza. En esta ocasión no amaneció tan pronto pero si estuve tan sólo. En plena alborada, con el mare nostrum como telón de fondo, partí con mis queridos tíos en dirección a la Tierra de la Virgen del Pilar. Tras pagar el peaje de la nostalgia nos adentramos en la asfáltica autopista, que aséptica transcurría paralela a la vetusta vía romana que unía Barcino con la inmortal Zaragoza otrora, en otro ahora, denominada Salduba, Cesaraugusta y Sarakusta…..

Obviamente la muerte de mi padre copó toda la conversación. Mi tío Jesús destacó por encima de todo su gran corazón, sacó a relucir un arsenal de tópicos: la mejor persona del mundo, un pedazo de pan…se desvivía por los demás…Curiosamente en él se fundía la hipérbole con la realidad.

 

Tras arribar en la capital del Ebro y acompañar a mis tíos en el ríspido trámite de la funeraria fui a consolar a mi abuela Lidia que me tenía preparada una frugal colación sin más especias que su amor. Mientras, Miguel Ángel Álcaraz, amigo íntimo, asesor y escudero fiel de mi padre en la recta final de su vida, inició una contrarreloj teléfonica en pos de avisar al mayor número posible de personas de la hora del funeral y sepelio.

 

Tras un postre fugaz me dirigí al domicilio de mi amigo Enrique que con su habitual gentileza me llevó en volandas al velatorio. Allí me abracé con dos de los grandes amigos de mi padre, Luis y Antonio…No me veía con valor de ver a mi amado papá dentro del ataúd, aunque aconsejado por uno de ellos me armé de coraje…y me lancé sin miedo por el tobogán de la entereza…

 

Me petrificó la primera impresión. Mi tío me echó el capote de la calma señalando la serenidad y la paz que irradiaban de su rostro…La razón gentilmente cedió pasó al corazón. En un instante sentí un amor por mi padre tan grande que deseaba morir para estar con él…y tan alta vida espero que muero porque no muero… Las lágrimas, cuál cera ardiente, irrumpieron con fuerza del lacrimal. La presa del sentimiento se desbordó torrencialmente. Es una experiencia espiritual cuasi imposible de describir. En un momento comprendí lo infinitamente bello que es el amor, la grandeza de pasar por la vida haciendo el bien, al igual que Jesús.

 

A lo largo de la atardecida me desbordó un alud de amigos de mi padre a darme el pésame y a confirmar una gran verdad que siempre supe e intuí, aunque nunca con una conciencia tan plena como ahora. Mi padre tenía un corazón ávido de amar a los demás. De pronto al igual que en el Escorial vi breve, pero claramente, danzar el sol cual disco plateado… era un guiño que me hacía Nuestra Madre del Cielo*

 

Nunca fui tan consciente de lo que lo amaba la gente. Pensar esto ante su serena faz me hizo de dicha enloquecer. Está sensación de plena felicidad se entremezclaba misteriosamente con la de una abismal tristeza por su pérdida. A partir de ese momento amé a mi padre como nunca lo había amado en mi vida, con la certeza moral de que ese amor por él no desaparecía jamás, pues había quedado impreso, de forma indeleble, en mi corazón, grabado al fuego lento del amor… Fue el día más feliz de mi vida y el inicio de una nueva vida. Si el grano de trigo no muere no puede dar fruto….

 

¡Qué necio y ciego fui! Tantos años a su lado, y al igual que apóstol Felipe con Jesús, no conocía a mi papá. El Espíritu Santo, en un momento, descubrió el velo del misterio e iluminó las galerías más recónditas de mi corazón.

 

Al final de la vida nos examinarán del amor… Papá tú, al igual que María de Betania, elegiste la mejor parte, que nunca te será quitada. Que la Virgen Santísima, Nuestra Señora del Pilar, te guarde bajo su manto y te lleve pronto al Encuentro con Dios. Ahora verás a mamá…. Recuerdo la poesía que le dedicaste al conocerla y fruto de ella, tras un casto noviazgo y santa boda nací yo.

 

 

Blanca: Ahora eres más grande,

más bella, más buena que nunca.

El dolor es un alivio que lo purifica,

lo estiliza y lo levanta todo.

Ahora estás más cerca del cielo.

Te beso. Te quiero y te guardo en lo más escondido de mi corazón.

Recuerda que estoy siempre contigo.

11 de octubre 1969

 

P.D. Papá te dedicó esta humilde crónica que con tanto gozo, hubieses leído conmigo mientras desayunábamos, como tantas veces. Las veías con los ojos del amor. Doy gracias a Dios por el inmenso DON tuyo y de mamá. Hasta el cielo…No es un adiós, es un hasta luego. En esta tierra te tendré siempre presente, seguimos unidos por la comunión de los santos. Tus consejos y ejemplo son tu mejor legado. Te siento cerca de mí. Te amo.

 

03 SEMINARIO

El entrañable discurrir de la apacible jornada en el Seminario

 

 

Un día inesperado el beneplácito divino, murmullo de suave brisa, susurró un mensaje diáfano. Reverberó en la roca del Sinaí una voz penetrante y amorosa, proveniente de la eternidad. En la esfera terrenal lo revelaba el sereno timbre de voz del Superior, que con suma clemencia y solemne sosiego clausuró mi ciclo de prueba como religioso. 

 

Ratificó con convicción los patentes renglones de la voluntad de Dios sobre mí. Afirmó, para confortarme en el desconsuelo, que mi noble actitud en la tentativa no era acreedora de la más leve amonestación. Palabras consoladoras, aunque no por ello dejaba de ser una piedra viva arrancada del claustro celeste, desprendida del paraíso monacal en caída libre al vacío. Aterricé de bruces en un siglo convulso, hostil, huérfano de bonhomía.

Fue un despertar glacial, volver a una realidad olvidada, casi relegada para siempre, como si me hubiese absorbido un agujero de gusano en el túnel del tiempo. La plena y feliz vida del Seminario sólo era ya un recuerdo, un sueño extinto, una evocación interfecta, la sombra de la caverna de Platón. Parece que fue ayer, pero ya se ha desvanecido macilentamente más de un lustro. 

 

Hoy, en la ribera del presente, con un incipiente plateado rizando mis sienes, acepto y comprendo que esa senda pedregosa, angosta, minada de espinas punzantes no era travesía conveniente para la finura de mis plantas suaves y delicadas. No obstante mereció la pena la santa locura, el arrebato del heroísmo, transitar por el frío pedregal con los pies sanguinolentos y encallecidos supurando dolor sin alivio. Una caminata tempestuosa por la nieve, aterida en la noche, casi a ciegas, siguiendo a tientas el eco cada vez más lejano de la llamada. 

 

Un retumbo cada vez más suave que se fue perdiendo en la noche más obscura. Desprendido de todo consuelo descendí al cavernoso abismo donde acampó el silencio total de Dios. El Señor no me convidaba al banquete más íntimo, a inmolar mi vida en el cenobio. Simplemente quiso probar el temple de mi fidelidad como pidiera a Abraham sacrificar a chuchillo a su tierno retoño, sangre de su sangre, consuelo de su senectud.

 

Tras superar un arisco proceso de aceptación y maduración, no siempre satisfactorio, he resuelto trazar un sencillísimo escrito liberador de homenaje a esta etapa. Un período agridulce que a la sazón se regocijó en las luces maravillosas del palacio interior y fue confinado a las tétricas ergástulas purificantes. Para condensar acertadamente el jugo de estas vivencias, a modo de gota absorbida en el océano, será suficiente relatar, con una mirada reconciliada, como transcurría una jornada en el Seminario en los días dichosos del primer amor.

 

Tras la conversión varios sacerdotes timonearon la hermosa galera de mi vida espiritual, con el rostro de Cristo por bandera. Llegó el momento de la tormenta y fui herido por el rayo de la gracia. Decidí que el Señor quemase el fastuoso navío de mi seguridad por completo y me llamó a la orilla pronunciando mi nombre. Las cenizas de mi yo fueron arrojadas al mar, como la mejor ofrenda expiatoria del que moría para el mundo.

Arranqué de cuajo, sin anestesia, las raíces de mi querida Zaragoza, familia y amigos. Todo mi mundo quedó sepultado en la fosa del pasado. Partí en dirección a Trujillo, Extremadura. 

 

Me sobrecogió la incomparable perspectiva nocturna de la pulcrísima Turgalium romana. Una villa de abolengo, pintoresca, pingorotuda y altiva sobre la planicie. En sus calles sobreviven a la historia y a la tristeza iglesias sobrias, parcos baluartes y palacetes sin alardes, pero aglutinados en un portentoso conjunto monumental. 

 

Tras atravesar su principal arteria descubrimos la cámara de la Reina, la Plaza Mayor, rectangular, renacentista, grandiosa, amparada por preciosos pórticos. En su centro emerge la famosa estatua ecuestre de Francisco Pizarro. Esta figura caballeresca nos predica en silencio conquistas y hazañas, grandes empresas, heroísmos audaces, como el que estaba a punto de emprender.

 

Despidiendo con respeto y cortesía esta cita con la histórica me adentré en la escuálida estrada, último reducto que unía la civilización con el Seminario, desierto de soledades místicas. La modesta carretera secundaria entre Trujillo y Monroy serpentea venenosa entre los latifundios solitarios, con rasantes toboganes traicioneros, por los despoblados parajes extremeños, un océano monótono de perpetuas encinas, el finis terrae de la melancolía. 

 

Tras consumir media hora de inquietante trayecto un raquítico letrero gobernó el desvío. Y allí irrumpe un precario vallado que da el parabién a una de las fincas más espaciosas de Extremadura. No se podía abarcar con una panorámica de ojo mortal. Incluso un río considerable atravesaba la hacienda. Y dentro de este imponente cortijo de los mimbrales, a modo de palomar teresiano, se hallaba el Seminario, sementera de núbiles menestrales para la abundante siega de la mies del Reino.

 

Recuerdo como hoy la primera impresión cuando rebasé la arcaica recepción. La oscuridad y el silencio amordazaban la noche con sus fauces abiertas. Y en medio del ejido insociable, en el centro de la austera alquería, destellaba el voltaje de la capilla. Solemnemente expuesto el Santísimo Sacramento latía en la noche. Varios seminaristas jóvenes ayunos, enjutos de penitencia, con sotanas de azabache, permanecían hieráticos y extáticos, majestuosos, como querubines ante tan abrasadora presencia. Entré en la capilla sigilosamente sin provocar el menor ruido y me arrodillé con decoro ante el Rey de esta humilde morada y del Universo.

 

Una breve visita de rigor y encaminé mis pasos en dirección al aposento, pues avanzaban las tinieblas de la noche. El Padre Superior, cual dócil lacayo, portaba gentilmente mi maleta. Antes de despedirse paralizó con firmeza su mirada y disparó a quemarropa una pregunta tan sencilla como profunda: ¿Viene usted a ser santo? 

 

Asentí y sonreí ante la escrutadora penumbra del candil. Fascinado y encandilado acuné la noche bajo estos elevados pensamientos durmiendo a ras de suelo húmedo. La celda, otrora cuadra de caballerizas, se pavoneaba de una austeridad preeminente. Cuatro paredes harapientas, mal vestidas de pobre cal descorchada, un desgastado y avejentado colchón, un armario raído y menesteroso, una infortunada mesita, pobre de solemnidad, sobre un cemento andrajoso, paupérrimo. Y presidiendo todo mi mundo un crucifijo de madera tan modesto como interpelante.

 

Me costó un imperio levantarme a las seis, hora intempestiva, extemporánea, antinatural, que combatía arduamente en las trincheras de una vida burguesa. Quise hacerlo para seguir el ritmo de los gladiadores de la oración, que eran los seminaristas. Tres meses más tarde mis hermanos en religión.

 

Amanecía en Extremadura, un círculo flamígero gigantesco desperezaba la campiña extremeña y otorgaba tímidas rúbricas de calor al relente nocturno. Algunas avecillas insomnes sobrevolaban tiritando entre los sotos belloteros. Un estridente concierto de grillos desvelados en la lejanía y poco más.

Busqué la capilla con santa codicia. Me sentía radiante. 

 

Tres horas de oración ante el Santísimo. Rezo de Laudes comunitarios seguidos de meditación y lectura espiritual. Tenía en mi pupitre enfilados grandes clásicos de la espiritualidad jesuita y un libro de Santa Bernardita. Un universo espiritual apasionante, aislando por completo todo vestigio mundano. Santos manuales de ascética que tabicaban dos mundos, separando dos realidades, tapiando un muro infranqueable.

 

Después la reposición de fuerzas, el desayuno sencillo y compacto, a base de cereales, lácteos y fruta, orquestado por una deliciosa lectura espiritual. Desfilaron la gravedad inconfundible del Kempis, documentos eclesiásticos y la apasionante historia de dos mil años de Iglesia, narrada magistralmente por los jesuitas.

 

Seguían quince minutos raquíticos de limpieza dentífrica y enfundarse a la carrera el mono de trabajo para diferentes menesteres de limpieza. Zafarrancho de combate. Unos al fogón cálido, otros a los escusados repelentes y al resto de dependencias conventuales.

En el Seminario aprendes por amor al Cristo pobre de Belén a amar la pobreza y los trabajos serviles. Poco costó vencer en ese ambiente la repugnancia natural a la fregona, por cierto invento genuinamente español, jalonado por Manuel Jalón.

 

Después resucitamos del país del olvido el latín y el griego, la oratoria, la preceptiva literaria clásica…. Había un gran interés por los noveles seminaristas por las lenguas muertas, más vivas que nunca para que el que quiere servir a la Iglesia de siempre. Y mucho más por la filosofía clásica, siendo la teología la asignatura príncipe. 

 

Una mañana intensa de sucesión trepidante de clases y cocción de estudio en disciplina pretoriana sin tregua a la molicie. Como premio el momento especial del Rosario comunitario. Era a las cuatro de la tarde y todavía en pie de guerra sin regalar nada sólido al cuerpo. Aunque merecía la pena ese esfuerzo corporal que aligeraba de mente y el corazón y les daba alas. El Santo Rosario se empezaba en la capilla y se podía continuar en ella o bien salir a rezarlo paseando por la bucólica finca. Un servidor elegía esta segunda opción para darle al rezo mariano un toque contemplativo con la creación, un maridaje muy especial.

 

La finca era rústica, bien parecida en cualquier época del año. Uno se perdía en el laberinto campestre de miles de pequeños caminitos, alfombrados de verde en épocas húmedas y laminados de oro en las secas y se adentraba en los misterios del Rosario y su Misterio. Sentía en cada paso el aliento de la Madre.

 

Y por fin una apetitosa campana anunciaba la comida. Una pitanza sobria, recia, contundente, castrense. Dieta simple y comida tradicional humeante, sin más adobo que el fruto licuado del olivo. Todo ello era aderezado por una lectura espiritual apasionante, la Biblia comentada de Straubinger, perenne Magisterio de la Iglesia, meditaciones escogidas, hagiografía selecta y en radical contraste noticias de actualidad del caos de nuestro mundo. Como colofón el venerable martirologio, salpicado de sangre, simiente egregia de nuevos cristianos.

 

Después volaba el tiempo de la convivencia, el único en que podíamos hablar distendidamente con los hermanos. Íbamos en ternas. Unos al fregadero. Los más afortunados tenían la suerte de pasear por la finca. Siempre conversaciones alegres, fluidas y edificantes. O se hable de Dios o no se hable. Racionamientos lógicos, lenguaje escolástico, hilando fino, todo milimétricamente medido. También había conversaciones más distendidas, triviales, chistes incluso, pero sin caer jamás en lo chabacano. Momentos de gran felicidad estar los hermanos unidos bajo la gigante sombra de un gran ideal, con un vínculo superior al de la sangre y la alcurnia.

 

Después breve aseo para prepararse con el respeto debido para la Santa Misa, epicentro del día en el Seminario. Una Misa pausada con calma, devota y una espaciosa acción de gracias. La razón de ser del Seminarista, la identificación con ese Cristo glorioso que baja del cielo al altar en un encuentro diario y personal.

 

Posteriormente una hora de estudio, que se evaporaba raudamente y  nuevamente todos atraídos hacia la capilla para coronar el día con el rezo de completas. Tras la oración de la noche y sus sugerentes himnos que se adentraban en el misterio de noche se presentaba fatigado el tiempo de descanso. Algunos hermanos aún se inmolaban un poquito más ayudando en la cocina, leyendo en la biblioteca o adorando en la capilla. Algunos se ofrecían incluso para hacer servicios manuales a los hermanos que lo necesitasen, como el forrado de libros por ejemplo. Se vivía un gran desprendimiento fraternal y un olvido radical de lo propio.

 

Y allá a las once uno se acostaba rendido, exhausto, pero con la felicidad rebosante en la alcuza de la conciencia, con el regusto del deber cumplido para que la Virgen velase nuestro casto sueño y reparase las fuerzas del guerrero. Añoro los días cautivadores del Seminario donde creía volar en las cumbres de la santidad. Ahora con los pies en el suelo acepto mi pequeñez, mi realidad laica, pero sigo teniendo por objeto de mi vida el mismo Amor. Hágase tu voluntad, loado mi Señor.

 

04 ROMA ETERNA

 Oh, Roma eterna, de mártires y santos, Oh, Roma eterna, acoge nuestros cantos….Salve, salve Roma, es eterna tu historia, te canten tu gloria, monumentos y altares…

 Soñé despierto a Roma y atónito de gozo, in situ, descubrí que existía. La gran capital del grandioso imperio romano amamanta su legendaria fundación en las ubres de la loba Luperca. Hoy los senos lobunos no aguantan el rigor de la historiografía, que osa desmentir la leyenda. Poco importa que la realidad devore a la ficción, ya que bajo el criterio de la ensoñación el mito pervive fogoso y deshiela el frío severo de la historia.

Roma mil veces trovada y mil “siempres” fantaseada. Roma es la gran urbe imperial por antonomasia, la ciudad pluscuamperfecta, ideal e idealizada, solemne, elegante, ora sobria y parca, siempre pulcra, ora espléndida y exuberante, avejentada, pero siempre majestuosa, rapsódica, patria fiel de Virgilio, misteriosa per se, cautivadora. Irradia con magnanimidad visos de fascinación a toda pupila que se deje seducir. La vetusta polis es un cíclope portentoso, que a modo de hercúleo Atlas, descansa el peso de la historia sobre sus fornidos omóplatos marmóreos y pétreos.

Desde los ya lejanos años amartelados de la niñez, bulliciosos en la memoria melancólica, deseé visitar Roma. Y hasta ahora, misterios de la vida, frisando ya los cuarenta no he tenido la dicha de hacer acto de presencia en tan fascinado lugar. Como aperitivo y antesala del gran banquete nupcial asomé mi mirada inquieta por Florencia, donde el arte florece por doquier, en el magistral Duomo, en sus galanes palacios y primorosas galerías y morí de gozo en la romántica Venecia, que, custodiada por las aristocráticas playas del Lido, confecciona su leyenda al vaivén de sus góndolas.

Arribé somnoliento de incómodo traqueteo en la mítica Estación Termini que diera nombre y cobijo a uno de los grandes clásicos del cine clásico. La desolada historia de un amor frustrado e imposible, recreada en melancólico blanco y negro de inmortal celuloide. Me recibió en la aurora una Roma destemplada y empapada en agua, pero bellísima, relajada en el albornoz neoclásico de sus distinguidos edificios y con el misterioso sabor decadente del húmedo desgaste de la antigüedad.

La fina llovizna de septiembre acariciaba la bienvenida como rocío celeste y abrillantaba el empedrado de sus calles de solera, supervivientes de épocas célebres, más entrañables y preclaras que la actual. En todo el extenso casco antiguo no había un edificio desventurado, un patito feo de hormigón, eran todos majestuosos cisnes de piedra, inertes en un lago adoquinado, que se concatenaban ordenados en armónica belleza, el valls corría a cuenta de la imaginación.

Nos salieron al encuentro las antiguas cafeterías del centro, cuya sola visión nos desayunaba el apetito y despejaba el sueño. Barras de centelleo elegante, camareros vestidos a la antigua usanza y ese café de tronío de Roma, con croissants exquisitos, bulímicos de sobrepeso por sobreabundancia de crema ambarina.

Por la connivencia de la ignorancia y los caprichos de la fantasía esperaba encontrar un gran secarral desértico, una gran parrilla de San Lorenzo en llamas y salió a mi encuentro una ciudad fresca y húmeda, con sus sietes colinas aterciopeladas de frondosa vegetación y un frescor salvaje, efluvio traído en volandas por las galeras del marenostrum. Me pareció una ciudad norteña, con su encanto inherente, aún sin serlo. Era un plus, un plus ultra.

Lo primero que hice fue vencer la tentación algodonada del tálamo del hotel y doblar la cerviz para encaminar los pasos de la fe a la Plaza de San Pedro, pues es un lugar referencial para un católico, único, con un único mensaje trascendente, con una única promesa de vida eterna y de victoria definitiva sobre el reino de las tinieblas. O Dios o la nada. Y Dios funda su Iglesia en San Pedro y ahí muere la piedra y ahí sigue la nave de Iglesia surcando victoriosa el turbulento océano de la historia. Impresiona saludar desde los ventanales del alma a la monumental plaza petrina, tan sólida, proporcionada, majestuosa, tan perfecta, grave y solemne. Y ahí está, testigo de la Historia, viendo pasar el tiempo, desde la noche de los tiempos, desde la plenitud de los tiempos.

Todo ese mausoleo monumental erigido con el fasto y pompa que merece en honor y gloria al príncipe de los apóstoles, a la primera piedra noble sobre la que Cristo edificó su Iglesia. Y milagrosamente de la piedra estrujada en la cruz manó sangre crucificada, a imitación de su Divino Maestro y sobre su tumba, salpicada de grana, el grano germinó en un fruto deslumbrante, cuyo esplendor fulgura hoy para gloria de Dios y de la Iglesia y delectación del amante del arte y la sacralidad. Y allí en la ciudad eterna inmolaron su vida ingentes seguidores de Cristo y la Iglesia, nutrida cual pelícano hambriento de la sangre martirial, creció vigorosa hasta el confín de la tierra.

Por la tarde mientras la lluvia se sosegaba en las alturas nos regalamos una visita guiada por los Museos Vaticanos. Una guía, pródiga en simpatía, con meliflua tonalidad latina nos adentró suavemente en la historia vaticana, con paz y solaz. Patrimonio de incalculable valor que hay que ver, al menos una vez en la vida. Siete kilómetros de museos espléndidos, soberbios, imponderables. Lástima que sólo se pueda contemplar una muestra raquítica de los mismos, la punta que sobresale de un gigantesco iceberg de nácar, pero “ricamente suficiente” para vislumbrar el esplendor y dimensión del total.

Allí, sumisas a  los cánones clásicos, relumbran las estatuas de los grandes hombres de la Historia, según Dios y según el mundo. Las pinturas, mosaicos, tapices y demás ornamentos bañan de dorada perfección y colorido las techumbres de sus pasillos inacabables. Auténtica filigrana para el paladar visual, maravilla tras maravilla superpuesta que nunca se acaba. Toda esa perfección artística fue donada gentilmente por grandes bienhechores, artistas, reyes, emperadores…almas dadivosas que rinden pleitesía, como párvulos a su madre, a la verdadera y única Iglesia de Cristo.

Como colofón nos esperaba desde hace siglos la Capilla Sixtina, obra magna de Miguel Ángel, un gran genio dionisiaco que tradujo para siempre en pinceladas de Arte con mayúsculas y colorido juvenil el supremo acto creativo del Eterno Genio de los Genios y los pasajes más representativos de la Historia Sagrada. La Palabra de Dios se hizo pintura.

Con el regusto sin parangón de la Sixtina sin digerir ascendimos lentamente por el caracol de piedra a la cúpula petrina, minarete augusto de contemplación extática de esas maravillas al atardecer. El cielo bajaba el telón gradualmente y permanecimos allí, con calma dilatada, disfrutando del imponderable avistamiento de águila, en el mismo techo de la Iglesia Universal, muy cerca de las gigantescas efigies en honor a los apóstoles, los doce elegidos, llamados por su nombre.

Y allí se distinguía apacible la vía della Conciliazione, la arteria que a modo de cordón umbilical une la ciudad con la plaza, el cielo con la tierra. Conciliazione, un nombre precioso y sugerente, ahora que la humanidad, doliente de egoísmo, se desangra esparciendo municiones de terror y vientos de muerte en un sinfín de conflictos.

Y desde arriba contemplamos la nueva Jerusalén celeste silentes, oteamos admirados los hermosísimos jardines vaticanos, remansos de paz para la meditación de tantos santos pontífices, que después del ajetreo apostólico, como el Maestro, se retiraban allí a descansar y a meditar. Que paseos deliciosos entre sus jardines pulidos de árboles acicalados y florestas como un pincel. El misterioso bosquecillo a escala velaba el contenido de sus sendas a modo de jardín secreto.

Con las fauces de la noche abiertas a la oscuridad agasajamos al vetusto Coliseo, otro de los emblemas de la ciudad y el centro neurálgico de las ruinas de la polis imperial. Circos máximos, teatros, anfiteatros, arcos, columnas, termas… todo ese mundo grandioso hecho añicos, devastado, rehén silencioso de lo que fue un otro ahora de esplendor efímero y eterno a la vez. En Roma y en su maridaje con Grecia se hunden las raíces profundas de la civilización occidental, un incalculable legado a la humanidad que se contempla con sumo respeto. Era un esperanzador viaje al pasado precisamente ahora que es tan  incierto el futuro.

Es motivo de grave meditación contemplar esas piedras desnudas como huesos devorados en sus sepulcros por la carcoma del tiempo. Todo el esplendor del imperio ha sido demolido por la decadencia de costumbres y la fugacidad de la existencia, que nos devora también a nosotros sin percibirlo .Tempus fugit, aeternitas manet. Esa es la esperanza del cristiano: la resurrección, no somos seres para la muerte, no se esfumará para siempre nuestra vida lozana como pasto pútrido del gusano hambriento, en el polvo inerte, en la nada más absoluta.

El resto de los días nos perdimos mansamente en Roma al abrazo de miríadas de monumentos históricos, descomunales y variados, iglesias y basílicas imponentes y parques deliciosos, frondosos, relamidos, bellamente italianos, hechos a medida de costurero para las hechuras del recreo. Mención especial caminar a orillas del Tíber de noche, contemplando la piedra regada, en semipenumbra, en silencio, ante el incesante concierto acuífero. El sonido del agua monótona era delicioso cuál sinfonía de los juguetes de Leopold Mozart.

Roma se fue, pero se quedó impresa en la memoria del corazón. Si Dios quiere volveré, pues es ya desde hoy una de mis ciudades fetiches, que me reencuentra con la historia de la humanidad y más aún con la verdadera Historia, la que desemboca en el puerto de la eternidad. Afirmo con Santa Teresa que quiero morir como fiel hijo de la Iglesia, fiel a Cristo, la verdadera Roca.

 

05 SOLEDAD EN LAS GRANDES CIUDADES

Mi insaciable amor por la vida, tan tierno al tacto de mi ser, con frecuencia, se torna acre en las entrañas de la realidad, se transmuta en un reflujo ácido, mal digerido. Me aqueja la dispepsia crónica de la insatisfacción por las cosas. Pareciera que no quedara nada sagrado que me divierta ya.

 

En la dama escritura hallo consuelo, el lenitivo más eficaz en la contención de la congoja del existir. Asido a mi pluma asimilo mejor la pesada digestión de las experiencias de la vida. El paladeo en pequeñas dosis de esta exclusiva receta es hallazgo de pájaro de exótico plumaje, rara avis recóndita, en las inaccesibles frondas de la inspiración. En sus alas el bregar diario, otea confianza, encuentra su cenit y vislumbra horizontes más llevaderos.

 

El sinsentido cotidiano se desintegra laxante en los dulces jugos gástricos de la esperanza, en clave poética. Soy un soñador convicto, sin enmienda, que no se aclimata a estos tiempos rebeldes, apátridas, exiliados de ideales.

 

Abrazo con especial predilección la retórica intimista. En ella el autor desnuda su alma íntegra que se revierte transparente. Comparte munífico sus vivencias más íntimas, sus impresiones de calado, sus sensaciones estremecedoras, rumia sus reflexiones más profundas, exhibe con la toga una cátedra magistral de mundología. Sus vivencias se vuelven frescas y se tornan en vida nueva al ser liberadas de su hermetismo paralizante.

 

Es noblemente hermoso que el elixir de la experiencia vital adquiera vocación de vuelo universal, que asiente poso al servicio doméstico de muchas almas que se vean reflejadas, hoy y siempre, en sus letras interpelantes. Así su mensaje benéfico, como pergamino enclaustrado en la redoma, surcará vertiginoso las fluyentes aguas de Heráclito, para quien lo quiera encontrar.

 

En mis anteriores escritos apenas he removido las pesadas losas de la cantera de la soledad. En éste quiero dinamitar la montaña, barrenar la soledad de las grandes ciudades, que he sufrido en mis carnes con una potencia desoladora. Un tema clásico del cine americano, que irrumpió en mi mundo reciente con rabiosa acometividad.

 

Siento la necesidad de volcar visceralmente sobre el papel mis entrañas sufrientes en toda su crudeza. Quiero expulsar furibundamente los demontres interiores a modo de confesión agustiniana. Espero que me perdonen si tengo que degollar un ápice de alarde retórico y rebajar la concentración de carga rapsódica y léxica a la que soy febrilmente adicto.

 

Al dejar la senda religiosa, me vi sólo y descalzo, sin atisbo de amparo terreno, en la gran urbe de neón. Desmantelado en una gran ciudad, de cuyo nombre no quiero acordarme. Un fiero monstruo apocalíptico, que amenazaba, con sus dentelladas de cemento, devorarme entre sus garras de asfalto en un piélago descorazonador de fuego y azufre.

 

Tomaba vida, escapando del lienzo del Prado, el patetismo plástico de Saturno devorando a su hijo del poderoso cuadro de Goya. No fue baladí rehacer la vida en la gran metrópoli. De hecho todavía no ha terminado el proceso, ni creo que pueda reconstruir íntegro el precioso búcaro de mi vida, las miríadas de añicos triturados en sus calles.

 

Tras despertar, más bien resucitar, de tres años de amarga reclusión, de estar muerto en vida, en una vida sarcófaga, todo se me presentaba atrayente, seductor, insinuante, maravilloso. Levitaba en el espejismo ebrio de una alegría inerrante.

 

Las coloristas ramblas barcelonesas con su frenesí florido, bullicioso y soleado, con sus efigies humanas insólitas, el puerto con el brillo dorado de sus lujosas embarcaciones, los puestos de helados tan apetecibles, las tiendas de souvenires ostentosas y embaucadoras, el misterio del mar esperando, los turistas tan extravagantes, excéntricos, pintorescos….Un calidoscopio fantástico de cromatismos y tonalidades ingentes, pero tan vacío como falso. La mente viajaba despistada en una nebulosa de ficción.

 

Como si me fuese a faltar vida recorrí con ansias el trisagio del turismo barcelonés, el parque Güel, Montjuic, el Tibidabo… Lugares preciosos dignos de ser vistos, orgullo sincero del mediterráneo. Asombra la genialidad onírica de Gaudí que soñó náyades y dríadas en ornatos de piedra…y perderme  por un sinfín de rincones esplendorosos de Barcelona, parques de enamorados, miradores de tronío, señoras cafeterías, terrazas con esencia, el fasto de los salones de los mejores hoteles…

 

Ese irreal idilio con Barcelona fue una criatura que nació muerta. Duró un soplo, días, semanas y después su encanto de seda principesca se trocó en jirones cenicientos. Desapareció la carroza de la ensoñación, se cerró el libro de los sueños y fui arrebatado del cuento. Me encontré con el vacío, con el hastío. Me aburría hasta el vómito la ciudad, me repelía enfermizamente. Siempre las mismas calles, sucias, pestilentes, mugrientas de orines, infestadas de insurrectos graffitis.

 

Emergían como fantasmas en la niebla los mismos lugares tétricos, cansinos. Salía a escena la misma gente, como muertos vivientes. Todos cortados neciamente por el mismo patrón. ¿Y yo? Por primera vez me sentí solo en la vida, completamente solo, ontológicamente solo. Desmotivado, aburrido de la vida, profundamente amargado, sin alicientes, excluido, desplazado…

 

Y lo que es peor, se me antojaba heroicamente difícil la remota posibilidad de conocer gente que mereciera la pena….¿Por qué? Una intuición tan negativa como realista me contestó despiadadamente. Porque es una gran ciudad fría, hostil, impersonal, sin alma y cada uno va a lo suyo, no tengo nada que ver con esta gente extraña, de una bohemia mal entendida.

 

Legiones de turistas que se recrean buceando tesoros en su mundo ficticio, una distorsión vana del verdadero encanto turístico patrio. Luego gentes, inquietantes de mirada turbia que trapichean en los crudos submundos rabaleros. Gente “normal”, políticamente correcta, pero indiferente, a los que no conozco de nada, ni tengo nada en común con ellos. Soy como un ave migratoria, solitaria, sin nido, que no ve un resquicio abierto por donde reinsertarse de nuevo en la sociedad.

 

El edificio de mi vida, tan sólido pocos años atrás, resquebrajó sus cimientos. Funestamente se volvió un sombrío palacete en ruinas como la casa Usher, a punto de ser engullida en las lúgubres marismas de la desesperación o la desnuda mansión de Manderley, un esqueleto de naturaleza muerta que crepita tembloroso a la luz de la luna…

 

Las calles infectadas de gentes sin alma, muchedumbres vanas, de falsa sonrisa, hablando sin sustancia, gritando como condenados, el metro más frío, estresante e impersonal todavía. Dios mío no conozco a nadie en la ciudad. Todo está sucio, maloliente, mal iluminado, tengo vértigo de una tristeza infinita. ¿Qué me queda?

 

El consuelo fácil, el recurso de siempre, la única solución que me permite respirar un poco de aire fresco. Pasear por la dársena portuaria, mirando al mar melancólicamente en la lejanía y divagar con una coyuntura mejor, negociando una motivación, esperando un aguijón, un sentido que me saque de esta languidez profunda, de la hostilidad a la ciudad y a la vida….¿Cómo recuperar la alegría de la infancia? ¿Cómo capturar de nuevo la ilusión por las cosas? ¿Cómo revivir la fascinación de la noche de reyes?

 

Qué dura la llegada de un nuevo fin de semana y tener una carestía absoluta de planes atractivos. Nadie para quedar. Que cruel es comprobar que hasta la fría bandeja de entrada del correo electrónico está vacía. Y encima la estulticia de hotmail te felicita por ello. Guau, tu bandeja de entrada está vacía. Enhorabuena. Tu vida está vacía. Enhorabuena.

 

Conocía a algunas personas, es verdad. Pero no me interesaba compartir ninguna sobremesa con ellos. ¿Por qué? ¿Soy sincero? Por muchos motivos: diversidad de costumbres, de modos de pensar, falta de feeling, porque los encontraba insulsos, soeces, porque que hastiaban infinitamente, porque me aburría todo su mundo. Una infinita barrera de incomprensión se trazó entre el mundo y yo.

 

Prefiero estar sólo. ¿Pero sólo? El día es muy largo, eterno, especialmente los fines de semana, donde reposa la actividad laboral. Durante la semana la cesación del sudor de la frente hace ameno el más leve disfrute distendido. Pero los fines de semana eran una carga demasiado pesada, horribles, insufribles, vacíos como una cáscara podrida.

 

Sábado. No me aguanto a mi mismo en el rancio caserón donde malvivo, me mareo de soledad, galopa por mi frente un sudor frío existencial, se derrumban los parapetos del castillo. Por las mañanas el efímero consuelo viático de la Misa y después en sequedad se sube el telón del un absurdo callejeo gatuno, errabundo sin sentido, evitando la repugnancia de un sol molesto, que quema, que irrita.

 

Por las tardes haraganas de alicientes otra vez retorno a las mismas calles, que mejoran su aspecto de noche, pero la soledad es la misma o peor al ser acumulada. Y así un día y otro día. Y otro. Tenía alguna persona de confianza con la que quedaba y estaba a gusto. Pero muy pocas y cuando fallaban esas personas la decepción y la vaciedad era más patente, la hemorragia interior mayor. Siempre quedaba el recurso de llamar a los buenos amigos de Zaragoza, pero tampoco quería hacerles sufrir y minimizaba con ellos el estado de mi dolor.

 

Pensaba y reflexionaba mucho porque me sentía tan triste, tan inseguro, tan pesimista, tan falto de vida, tan carente de proyectos. Influye el ritmo de vida frenético y modus vivendi de la ciudad postmoderna y su feroz competitividad, nos deshumaniza, nos acompleja, nos hace huraños, vivir a la defensiva, crea egoístas, engendra desquiciados…

 

Tampoco hay que echarle sólo la culpa a la ciudad, pararrayos perenne de mis frustraciones, la vida siempre ha sido muy compleja para el que piensa y los tiempos en que nos ha tocado vivir peliagudos. ¿Y qué parte de culpa tendría yo? ¿Hasta que punto soy dueño de mis negatividades miedos, cobardías, heridas, resentimientos?

 

En este ambiente sin Dios, ateo de esperanza, el hombre es lobo para el hombre que lo va a devorar…Todas las puertas se cierran con la estridencia artificial de un portazo metálico, inhumano. La vida social se convierte en una utopía. Conocer gente ¿Donde? ¿Cómo? Cada uno va a lo suyo, hasta en las parroquias, nada te integra, nadie te acoge…

 

La vida cosmopolita y moderna un fraude absoluto. Además la vasija de la paciencia fue colmada por varios desengaños amorosos, nuevos portazos a ilusiones nacientes. Me entró una tentación de misoginia tras apurar el veneno de varios fracasos sentimentales. Todo ello aumentaba la rabia, alimentaba la rebeldía, parásitos crueles que devoraban mi flaqueza.

 

Me hice socio de varios clubes deportivos, culturales, pero allí deambulé sólo, anidaba la misma soledad y acababa causando baja voluntaria, ayuno de integración. ¿Qué queda? Nada...El coraje de no desesperar, no claudicar ante las tropas de la desesperación que invadían mi ser. La lucha fue larga, espinosa…Esperar, dejar morir los días, las semanas, los meses,  luto vital bañado de amargura, paralizado en una vida vegetativa, en una vida que no es vida. Muero porque no muero, pero sin siquiera la certeza de un cielo remoto que se difumina cada vez más…

 

Como triste consecuencia de un diluvio de rebeldía experimenté hasta un leve rechazo a la vida de piedad, que me empalagaba, a la lectura placentera, que se me hacía imposible, se me caían los libros de las manos, un rechazo amargo a todo…Todo me cansaba, me irritaba…Todo desapareció, menos la esperanza, que hibernaba mustia y soñando, casi sin fe, con horizontes futuros, en un letargo endémico.  

 

Paciencia, poco a poco iré conociendo gente amable, afable, con la que congenie. ¿Tan costoso es rehacer una vida? ¿Y mientras que hago con las píldoras de mi soledad, de mi dolor? Las ingiero yo solito, las mastico con repulsión, espero que no me aniquilen. Creí morir de tristeza. Fue un período pavoroso, purificante, doloroso, pero visto en la distancia necesario. Me sirvió para valorar todas las cosas, especialmente las pequeñas grandes cosas, para madurar, para crecer, para comprender de que iba realmente la cruda realidad de la vida.

 

Los cielos se abrieron lentamente, como un amanecer pausado y se infiltraron tímidos rayos de esperanza en la oscuridad de mi alma. Y así fue Dios mandando, como querubes, unas pocas personas providenciales en mi camino que me aligeraron la carga y estuvieron a mi lado en el destierro. Alguna que otra persona, se perdió en el camino, probablemente para siempre, igual que los buenos amigos de la infancia, que con los años viven en la palidez del recuerdo.

 

Poco a poco me fui liberando de un ambiente cerradísimo y dañino y cambié de actividad. Se abría ante mí de par en par el siempre novedoso mundo de los rodajes, que sin llenar del todo mis ansias de infinito eran una puerta abierta a otra realidad. Un ambiente por lo general, aunque no siempre, superficial. Criadero de ostras anodinas mutiladas de perla interior.

 

Y así poco a poco, con pequeñas grandes conquistas cotidianas vamos sobreviviendo en Barcino, superando milagrosamente la enfermedad terminal de la tristeza. Salimos de la noche oscura con fervor renovado, con el nuevo regusto por la piedad, por la lectura. Vamos domando a la bestia, que aunque sigue siendo un dragón montaraz ya no amenaza con devorarme.

 

Además con la veta abierta de un sinfín de viajes iniciáticos escapo más rápidamente del tedio existencial y combato con fuerza la soledad… Lo peor ya pasó, tranquilo pequeño, los días de borrasca son víspera de resplandores. La alegría venidera del futuro ha sido triturada en el lagar del sufrimiento. De ahí saldrá el mejor vino. Espero que, a modo de fieles maestresalas, lo vayan probando mis buenos amigos.

 

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